Autores

(La Coruña 1851-1921)
Emilia Pardo Bazán, Condesa de Pardo Bazán

El mar, de un azul intenso, se extendía hasta el horizonte, donde se confundía con el cielo en una línea imperceptible. Las olas, mansas y rítmicas, llegaban a la orilla, dejando en la arena un rastro efímero de espuma blanca. El aire, impregnado de salitre, refrescaba el rostro y llenaba los pulmones de una brisa vivificante.

El paisaje gallego parece un tapiz bordado por manos divinas, donde la niebla se desliza como un velo sutil, dejando entrever el verdor húmedo de las colinas.

El aroma de la tierra mojada tras la tormenta se mezclaba con el de las flores silvestres, impregnando el aire de una frescura viva y primitiva.

Se escuchaba el murmullo constante del río, como una canción repetida por la naturaleza misma, entremezclada con el susurro del viento en los castaños.

El aire denso, impregnado del aroma de los pinares, llenaba el pecho de una sensación embriagadora, como si el alma de los árboles se disolviese en un vapor sutil, penetrante y dulce. El silencio de la noche, apenas roto por el crujir de las ramas o el leve rumor de los arroyos, parecía envolverlo todo en una atmósfera de ensueño, en la que la naturaleza se mostraba como un vasto templo de secretos y misterios.

El mar, extendido como un manto de plata líquida, enviaba hasta la orilla su aliento salado y frío. El aire llevaba consigo la mezcla de aromas: el yodo punzante, el frescor de las algas húmedas y el leve olor dulzón de las redes mojadas, impregnadas de escamas y salitre.

La cocina, negra de humo, despedía ese olor penetrante de los hogares campesinos, mezcla de resina quemada y de comidas sencillas, tan propias del país. En el rincón, un caldero borboteaba suavemente, y los haces de leña, aún húmedos, cubrían el suelo.

El humo subía perezoso por el hogar, extendiéndose como una neblina tenue que se enroscaba en las vigas ennegrecidas y las paredes, impregnándolas del olor a leña y resina, tan propio de aquellas casas en que la lareira era el centro de la vida y el calor del invierno.

(1837 – 1885)
Rosalía de Castro

Adiós, ríos; adiós, fontes;
adiós, regatos pequenos;
adiós, vista dos meus ollos,
non sei cándo nos veremos.

Miña terra, miña terra,
terra donde me eu criei,
hortiña que quero tanto,
figueiriñas que prantei.

Prados, ríos, arboredas,
pinares que move o vento,
paxariños piadores,
casiña do meu contento.

Muiño dos castañares,
noites craras de luar,

campaniñas timbradoras
da igrexiña do lugar.

Amoriñas das silveiras
que lle daba ao meu amor,
camiñiños entre o millo,
¡adiós para sempre, adiós!

Adiós, gloria; adiós, contento;
deixo a casa onde nacín,
deixo a aldea que conozo
por un mundo que non vin.

Deixo amigos por estraños,
deixo a veiga polo mar,
deixo, en fin, canto ben quero…
¡Quen pudera non deixar!

(La Pena 1896 -1951)
Asunción Correa Calderón

En el corazón del jardín, al susurro del alba,
las magnolias desnudan su aliento encendido,
como labios que musitan secretos antiguos,
un perfume que hiere y acaricia la calma.

Los lirios, altivos, dibujan en el aire
una fragancia que danza entre sombras,
mezcla de pureza y nostalgia callada,
un eco de plegarias al amparo del valle.

Junto a la fuente, donde el agua cristalina
brota con un murmullo que acaricia la piedra,
las flores esparcen al viento su canto,
y el aroma eterno en la memoria florece.

(La Pena 1899 -1986)
Evaristo Correa Calderón

El aire estaba impregnado de un aliento húmedo, casi musgoso, que ascendía de la tierra negra tras la lluvia de la madrugada.

El aroma penetrante de los eucaliptos se mezclaba con la resina dulce que rezumaban los pinos, creando un perfume áspero pero embriagador, como un eco de la madera herida.

Más allá, entre los helechos aún perlados de rocío, flotaba un leve olor ambareado y terroso, de sotobosque, que el bosque guardaba en su corazón.

Allí, donde los rayos del sol apenas se atrevían a penetrar, todo olía a a un verde de musgo galaico que se mezclaba con el dulce olor de los membrillos.

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